En Nicaragua, el silencio es un arma de poder. Yerri Gustavo Estrada Ruiz, joven médico con vocación de servicio, fue arrancado de su vida cotidiana y convertido en un rehén del régimen Ortega-Murillo. Su detención, ocurrida dentro de un hospital público donde realizaba su residencia, no fue un hecho aislado: es la expresión de una maquinaria represiva que ha hecho de la desaparición forzada un instrumento sistemático de control social y político.
Durante 21 días, el paradero de Estrada fue desconocido. Su madre, Rosa Ruiz, clamó por información mientras el régimen negaba su detención y guardaba un silencio tan calculado como cruel. Solo después de presiones internacionales, especialmente de Estados Unidos y Costa Rica —país del que Estrada también es ciudadano—, el gobierno divulgó unas fotografías frías y deshumanizadas. Estas imágenes, difundidas nueve días después de haber sido tomadas, pretendían demostrar que Estrada estaba vivo, pero en realidad confirmaron la estrategia de terror del régimen: exhibir a las víctimas cuando les conviene, sin aclarar su situación jurídica ni el motivo de su arresto.
Llamar “golpista” a un médico que atendía a pacientes en un hospital no es solo un abuso semántico, es una declaración de guerra contra la verdad. El régimen ha vaciado de significado este término para justificar la persecución política y convertir cualquier acto de disenso —incluso la simple existencia de un ciudadano libre— en delito. Estrada no es un “golpista”, es un preso de conciencia, uno de los 73 que actualmente permanecen en las cárceles de la dictadura, 33 de ellos bajo la condición de desaparición forzada según el Mecanismo de Reconocimiento de Personas Presas Políticas.
La desaparición forzada no es únicamente la privación de la libertad; es la negación del ser humano. Es el intento deliberado de borrar la existencia de alguien de la memoria colectiva. En el caso de Estrada, el Estado nicaragüense ha querido arrebatarle incluso el derecho a ser nombrado. Esta práctica constituye un crimen de lesa humanidad según el derecho internacional, y sitúa al régimen Ortega-Murillo en la misma categoría que las dictaduras más oscuras de la historia latinoamericana.
La difusión tardía de las fotografías de Yerri no fue un acto de transparencia, sino una operación propagandística. El objetivo no era informar, sino controlar la narrativa: presentar al régimen como “humanitario” mientras se ocultan las torturas, el aislamiento y la falta de garantías procesales. Es la misma lógica con la que Ortega y Murillo han intentado reescribir la realidad de Nicaragua, construyendo un relato donde las víctimas se convierten en culpables y los verdugos en salvadores.
Este caso debería despertar la conciencia internacional y, sobre todo, la memoria histórica de los nicaragüenses. El país ha vivido antes la represión, la cárcel y el exilio, pero nunca un régimen había perfeccionado tanto la desaparición forzada como herramienta política. Estrada es hoy símbolo de una nación secuestrada, donde la justicia ha sido sustituida por el miedo y donde la vida de cualquier ciudadano puede ser borrada con un simple acto administrativo.
No basta con exigir la libertad de Yerri Estrada y de todos los presos políticos. Es necesario nombrar las cosas por su nombre: en Nicaragua se está cometiendo un crimen de lesa humanidad y el silencio solo favorece a los perpetradores. Mientras la dictadura siga controlando la narrativa y ocultando la verdad, la resistencia debe sostenerse en la memoria, en la denuncia y en la solidaridad internacional.
Yerri, como tantos otros, no es un número en una lista. Es un rostro, una historia y una voz que la dictadura intenta silenciar, pero que hoy se alza como testimonio vivo de la brutalidad de un régimen que ha convertido la desaparición en política de Estado.