Lo que ocurrió en Posoltega, Chinandega, no fue una muestra de participación ciudadana, ni una actividad comunitaria, ni siquiera una expresión auténtica del sandinismo histórico. Fue, más bien, un acto más de propaganda partidaria ejecutado con recursos públicos y bajo coacción institucional. La actividad de motorizados organizada esta semana no congregó a vecinos, jóvenes entusiastas ni líderes comunales. Congregó únicamente a trabajadores de la alcaldía, funcionarios de instituciones públicas y policías disfrazados de activistas. Todos ellos, obligados a participar en nombre de una lealtad que no es política, sino laboral: o marchás con el FSLN, o perdés el trabajo.
Este no es un caso aislado. Es una radiografía del modelo de control territorial que ha impuesto la dictadura Ortega-Murillo en los municipios de Nicaragua. Desde la farsa electoral de 2022, donde el régimen se apropió de todas las alcaldías del país, el poder local desapareció como instancia autónoma y legítima. Lo que ahora existe es una estructura paralela, vertical y servil al partido, donde la alcaldesa o el alcalde ya no son representantes del pueblo, sino operadores del aparato de represión y propaganda del Frente Sandinista.
En Posoltega —como en tantos otros municipios de Nicaragua— las alcaldías ya no planifican obras públicas, no canalizan demandas ciudadanas, no escuchan a los barrios. Planifican caravanas. Canalizan recursos para banderas rojas y negras. Escuchan solo las órdenes de la Secretaría del FSLN. La comunidad ha sido sustituida por una clientela, y el tejido social por un aparato de vigilancia.
Lo más alarmante de esta situación es la normalización del miedo y el silencio. Muchos de los trabajadores públicos que asistieron a la caravana de motorizados lo hicieron sabiendo que no podían negarse. Saben que su salario depende de su docilidad, que su puesto está condicionado a cuántas veces aplauden y a cuántas fotos aparecen con la camiseta partidaria. En ese contexto, hablar de “participación” es una burla. Es cinismo puro.
El caso de Posoltega también revela la degradación del sandinismo como proyecto histórico. El FSLN actual no representa los intereses del pueblo, ni la lucha contra la dictadura de Somoza, ni la justicia social por la que tantos dieron su vida. Hoy, el Frente es un partido-milicia que usa las instituciones del Estado como herramientas de control. No hay diferencia entre una actividad política del FSLN y una actividad oficial de la alcaldía. Son lo mismo. El partido se tragó al Estado, y con él se tragó a la ciudadanía.
Frente a este panorama, urge recuperar el sentido original del poder local como espacio de encuentro, diálogo y decisión comunitaria. Urge reconstruir las estructuras sociales desde abajo, con autonomía, con dignidad, con memoria. Lo que pasó en Posoltega debe ser denunciado como lo que es: una muestra más del vaciamiento democrático y la conversión del Estado en maquinaria partidaria. No es un simple evento. Es un síntoma de la enfermedad autoritaria que carcome al país.