La Policía Nacional ha desplegado operativos de «plan de carretera» en el casco urbano del municipio de Chinandega, con el objetivo declarado de educar y sensibilizar a conductores de taxis, rutas y triciclos. La estrategia incluye la entrega de volantes, chalecos reflectivos y cascos, en lo que aparenta ser una campaña de concientización vial.
Hasta aquí, todo suena bien. Pero hay más.
En el operativo también participan personas que han cometido infracciones —civiles o penales— quienes, como parte de su «obra social», contribuyen a sensibilizar a otros conductores y peatones. A simple vista, esto parece una forma creativa de reinserción social. Pero al mirar más de cerca, surgen preguntas que no se pueden ignorar:
¿Es esto reeducación o castigo público disfrazado? ¿Hasta qué punto estas personas lo hacen voluntariamente, y cuánto de esto es coacción encubierta?.

Mientras los agentes reparten folletos y artículos de seguridad, lo que no reparten son respuestas claras sobre la sostenibilidad del programa ni cifras que respalden su efectividad. Tampoco hay datos sobre cuántos accidentes se han prevenido ni cómo se mide el impacto real en la cultura vial del municipio.
Además, sigue siendo una constante la falta de infraestructura segura para ciclistas y peatones, o la ausencia de regulación efectiva para unidades de transporte colectivo muchas veces sobrecargadas o en mal estado. Es como poner una curita en una fractura.
La educación vial es urgente, sí. Pero también debe ser integral, inclusiva y con enfoque de derechos humanos. Y no basta con operativos aislados o campañas simbólicas. Se necesita voluntad política, presupuesto y, sobre todo, transparencia.
Porque sensibilizar no es solo entregar volantes. Es escuchar a la comunidad, actuar con coherencia y construir confianza, no imponerla con presencia policial.