Con la muerte del papa Francisco este 21 de abril de 2025, no solo concluye un pontificado, sino también una era marcada por la valentía de abrir puertas que por siglos permanecieron cerradas en la Iglesia católica. Jorge Mario Bergoglio, el primer papa latinoamericano, jesuita y elegido «del fin del mundo», supo ser, desde el corazón del Vaticano, la voz de los márgenes.
Francisco incomodó. Y eso fue precisamente parte de su grandeza. Rompió con la solemnidad distante que caracterizaba a sus predecesores para poner en el centro la ternura, la misericordia y la opción preferencial por los pobres. Habló con la misma fuerza contra el cambio climático que contra las estructuras de poder eclesiástico que encubrían abusos. Se acercó a las personas LGBTIQ+, a los migrantes, a los pueblos originarios y a las periferias del mundo, no desde el juicio, sino desde el reconocimiento de su dignidad.
No fue un papa perfecto, ni pretendió serlo. Su pontificado estuvo atravesado por tensiones internas, resistencias conservadoras y contradicciones no resueltas. Pero en un tiempo donde la fe institucional parecía tambalearse, él ofreció una espiritualidad de los gestos: besar los pies de líderes sudaneses para pedir paz, cargar su maletín personal en los viajes apostólicos, vivir en la Casa Santa Marta en vez del palacio papal.
Su legado no se mide solo en reformas estructurales —aunque fueron significativas—, sino en la manera en que encarnó una Iglesia más humana, más humilde y más dispuesta a escuchar. Laudato si’, su encíclica sobre el cuidado de la casa común, es ya un hito en la historia del pensamiento ambiental contemporáneo. Su apertura a la sinodalidad —una Iglesia donde todos y todas caminan juntos— dejó sembrada una semilla que, con suerte, germinará más allá de su pontificado.
Francisco muere en tiempos inciertos, con una Iglesia en transición y un mundo sacudido por conflictos, polarización y crisis múltiples. Pero su testimonio permanece como brújula ética y espiritual: una invitación a no tener miedo del cambio, a poner la dignidad humana en el centro, y a tender puentes donde otros construyen muros.
Hoy, el Vaticano guarda luto, pero el mundo también. Porque con Francisco se va un pastor que supo mirar a los ojos. Y en tiempos como estos, eso es más revolucionario de lo que parece.